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Cuentan que salían de madrugada, con el sol aún oculto en el horizonte, para llegar temprano a los pueblos de Lanzarote. También que iban descalzas para evitar dañar sus alpargatas en aquel camino escarpado. Y que llegaban a cargar hasta 30 kilos de pescado en cestas que, en frágil equilibrio, portaban sobre sus cabezas. Día tras día, así vivían la mujeres de La Graciosa en los albores del siglo XX. En lucha contra la sentencia al aislamiento con la que la propia geografía condenaba a su pequeña isla.
Hace apenas nueve meses, este remoto territorio pasó a ser jurídicamente la octava isla habitada del archipiélago canario. Así lo reconoció la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado, tras una larga batalla protagonizada por los propios vecinos. Su meta, menos administrativa que sentimental, era lograr el reconocimiento de un pueblo que debe a estas mujeres gran parte de su supervivencia. Muchos no saben que fueron ellas, con su discurrir diario por esta senda, quienes establecieron el vínculo con la civilización.
Orillada en el noreste del archipiélago canario y con unas precarias comunicaciones marítimas, no era fácil subsistir en La Graciosa donde, hace un puñado de décadas el progreso había pasado de puntillas. Tan solo las aguas, agraciadas con la temperatura perfecta, proporcionaban a sus escasos habitantes una pesca rica y variada. Doradas, marlines, serviolas, viejas, sargos, salmonetes… nadaban en sus inmediaciones a no mucha distancia de la orilla. Pero más allá del pescado, en La Graciosa no había nada. Ni bienes de primera necesidad, ni enseres para el hogar, ni servicios para el ciudadano.
Fueron ellas y su obstinada disposición quienes salvaron la brecha que les alejaba del mundo. Y lo hicieron empleando el trueque para abastecerse de otros productos. En rústicas embarcaciones y equipados con la captura del día, sus maridos las acercaban a la costa de Lanzarote, cruzando el brazo de mar que separa las dos islas: un estrecho, conocido como El Río, que apenas alcanza un kilómetro. Después, las féminas habían de escalar con su carga el Risco de Famara, a lo largo de un estrecho sendero que se abre paso entre rocas volcánicas y tramos resbaladizos.
Inocencia Páez, poetisa de la isla y representante de la voz de las mujeres, reflejó en sus versos esta dura tarea:
“Yo lo recuerdo muy bien y no tengo los 60
lo de subir el risco a oscuras como el que camina a tientas
y no crean, que se carga una cesta muy repleta
de meros y bocinegros encima de la cabeza”.
Así, justo en el amanecer, alcanzaban los pueblos lanzaroteños de Haría, Guinate, Ye y Mague, donde ofrecían el pescado de puerta en puerta. Y a cambio obtenían carne, papas, gofio, millo y demás productos agrícolas. A veces, también sobre sus cabezas, se llevaban de vuelta otros elementos indispensables, tales como ropa para la familia o muebles y ajuar para el hogar.
En el camino de regreso, ya casi al anochecer, todo era desandar el tortuoso Risco hasta llegar a la costa. Aquí encendían las tegalas, una especie de antorchas con las que anunciaban a sus maridos que podían ir a recogerlas en sus barquitos.
El Camino de las Gracioseras fue mucho más que una ruta de carácter comercial. También era la vía que permitía la visita al médico, haciendo llegar al enfermo con el mismo sistema hasta el consultorio. En las bodas, si el cura de Lanzarote no podía desplazarse a La Graciosa, los propios novios tenían que abordarlo junto a sus invitados para poder llegar a la iglesia. E incluso en los entierros, las familias cargaban al difunto por este camino pedregoso para darle cristiana sepultura.
Desde 1880 hasta 1950 permaneció activo el sendero con todas estas finalidades. Luego, claro, fue cayendo en desuso con la regresión de las labores tradicionales (las salinas, el pastoreo…), la mejora del abastecimiento de agua y, especialmente, la aparición de los primeros transportes marítimos y terrestres que permitieron, al fin, a La Graciosa la conexión con el resto de las islas.
Hoy, pese a que Las Gracioseras es una vía de acceso alternativo cuando, debido al mal tiempo, se interrumpen las comunicaciones con Lanzarote, su función ha quedado relegada a una hermosa ruta de trekking. Una ruta llamada muy acertadamente el Camino de las Gracioseras.
Apenas unos pocos senderistas se atreven con este itinerario tan trillado antaño por las mujeres, en el que, a lo largo de casi cinco kilómetros, se desciende por el Risco de Famara con la impresionante visión de La Graciosa y el resto de los islotes que conforman el Archipiélago Chinijo. Un camino en el que, además de admirar la valiosa fauna del lugar (aves marinas y rapaces que sobrevuelan entre los acantilados) permite descubrir las salinas del río, las más antiguas de Canarias, que mantienen su traza original puesto que se explotaron hasta bien entrado el siglo XX.
La visión del estrecho conocido como el Río acompaña en todo el trayecto, al igual que lo hace la banda sonora que compone el rompiente de las olas al estallar contra la roca. Pero más allá de su belleza, el valor de esta ruta que recoge una parte importante de la historia y las tradiciones de la isla, es el de llevar impresa la huella de estas mujeres tenaces.