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El Timanfaya lo cambió todo. Donde ahora hay una laguna, antes estaba el Puerto Real de Janubio, que daba salida a las cosechas de la región cerealista de La Geria, donde ahora se producen los mejores vinos de Canarias. Las coladas arrasaron los cultivos y cerraron la bahía formando una marisma de 1 kilómetro de diámetro y unos 3 metros de profundidad. Del desastre surgió una oportunidad ideal para extraer sal, ya que la laguna es un primer filtro natural en el que el agua se purifica y comienza a salinizar.
Las salinas de Janubio, las más extensas de las islas Canarias, llegaron a producir más de diez mil toneladas anuales de sal. Se utilizaba fundamentalmente para salar pescado y para surtir a las conserveras. Había tanta que, durante el Corpus Christi, en lugar de pétalos de flores, se hacían alfombras con sal teñida. Con la llegada del frigorífico y la pérdida de los caladeros del Sáhara, la sal perdió importancia, pero la familia Padrón apostó por mantenerlas a flote. Ahora solo utilizan el 20% del complejo y dirigen su apuesta a la calidad y la cultura.
Su producto estrella es una flor de sal que se ha colgado varias medallas de oro en certámenes gastronómicos. Es una especie de “virgen extra” de la sal, o más bien la crème de la crème, porque como explica la guía: “es como una cremita que se forma en la superficie con el cambio de temperatura entre el día y la noche, y que hay que recoger a primera hora; luego seca en completa oscuridad durante un año y por eso conserva tantos oligoelementos y minerales”. También gana premios su sal marina normal, sin aditivos, que seca al aire y se tamiza mecánicamente, sin refinado químico.
La saga de los Padrón ya va por la cuarta generación de salineros. Su historia se remonta a 1895, cuando Vicente Lleó comenzó una construcción que se prolongó 50 años. Podemos ver sus estratos: la fase mecánica en la que los molinos de viento bombeaban el agua, y la eléctrica en la que generaban la energía para impulsarla. Lleó era el tío del bisabuelo de Carlos Padrón, un joven que está empezando a tomar los mandos de esta empresa. Además de la flor de sal, ahora también venden sal de mojo y hasta con chocolate, y quieren exprimir su potencial turístico-cultural.
Las salinas de Janubio, además de ser una parte indisoluble de la historia de Lanzarote, son un Sitio de Interés Científico y un Área de Importancia Internacional para las Aves. Nos lo cuenta Sabina Santana, que nació en la isla, se graduó en Ciencias Ambientales en Granada y regresó con la esperanza de poder trabajar en turismo, pero con matices: “para mí es un orgullo poder trabajar en un negocio como este, que tiene raíces profundas en la tierra y, en lugar de haber vendido la propiedad a una cadena hotelera, da continuidad a la economía tradicional”.
Sabina hoy se ha puesto un gorro típico “conejero” que le regaló su madre hace años. Era el que se ponían las muchachas jóvenes y solteras de antaño. Aquí se cubrían de pies a cabeza para protegerse de los efectos perjudiciales de la sal. También porque, antes de que llegaran los turistas a tostarse al sol, estar moreno era símbolo de pobreza. Cuenta que las mujeres tuvieron un papel clave en la industria de la sal, sobre todo en la cosecha, que exigía mucho cuidado para no romper la capa impermeable de arcilla de las balsas.
Santana se considera hija del discurso de César Manrique que llamaba a defender el paisaje y la idiosincrasia de la isla. Por eso le encanta que el logo de las salinas de Janubio lo diseñara el genial artista lanzaroteño. Representa una artemia salina, un crustáceo diminuto con forma de cangrejo que vive en ambientes hipersalinos, y que es el responsable del tono rosado de las primeras balsas o cocederos, y de los flamencos que se los meriendan. Cuando ya tienen demasiada salinidad, las balsas cada vez son más blancas, hasta que llega el azul de la laguna para completar una paleta fantástica.
La gente suele pararse a hacer la foto de esta paleta de colores en la carretera de los acantilados, donde hay un aparcamiento precario y hasta peligroso. Se pierden el placer de disfrutarlas con calma desde un mirador igual de bueno, menos ventoso y tan solo un poco más apartado. En él se ubica el Mirador de las Salinas (Solete Repsol), un restaurante panorámico que ni mucho menos vive solo de sus vistas. De hecho, ahora celebra ser uno de los mejores valorados de la isla entre las reseñas públicas.
Ha tenido que ser un italiano el que venga a reivindicar que se puede hacer una cocina extraordinaria tan solo con producto local. Ivan Dini es un chef de origen transalpino que llegó al País Vasco hace 25 años, a Lanzarote hace unos 10, y que desde hace 7 se ha embarcado en este proyecto de “cocina de mercado y mar” donde solo se sirve producto de la tierra, y adonde viene gente de muy lejos a inspeccionar su bodega de vinos de la isla.
El Mirador de las Salinas ha hecho fama con sus arroces. Probamos uno negro con chipirón que es una delicia, pero al salir nos alegramos de haber superado el “estigma” y de habernos lanzado a probar una carta que sorprende, por ejemplo, con una gamba cruda deliciosamente untuosa que sirve con piña, remolacha y una vinagreta de maracuyá que apetece beberla a cucharadas; también unas fresas de Tinajo que cocina con un licor de naranja y cubre con un zabaione, una crema con huevo y vermut premium que, por supuesto, es de la isla.
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