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Las ramas de los carballos y los salgueiros sisean como si aún reverberan de copa en copa las conversaciones de las mujeres que durante generaciones se reunían para lavar la ropa aprovechando el agua de las fuentes en los lavaderos públicos que salpican el conocido como ‘país de los mil ríos’. En torno a estos espacios se socializaba y se hablaba de cuestiones que no se comentaban en las casas y se compartían las últimas noticias. El agua fluía y se llevaba de vuelta al río los secretos e inquietudes que allí se desvelaban.
Hay tantos lavaderos como aldeas y pueblos. Te mostramos algunos de la comarca de Barbanza, desde los más humildes a los más famosos. Partimos desde Noia a Ribeira.
Gozan ahora de un aura mística, quizá por las historias que encierran aún en la actualidad. Tienen la desnuda atracción de lo que no se cuenta pero se intuye. Allí se acaban noches interminables al amanecer, se paran viajeros a beber el agua y son un punto de encuentro para quienes inician o acaban rutas e intercambian consejos del camino. Algunos los coleccionan, atrapados por su minimalista encanto y van de uno en otro, buscando las peculiaridades que los hacen únicos.
“Como experiencia sensorial es extraordinaria, suelen estar en entornos arbolados, recuperarlos tiene un coste mínimo. Son bellos sitios de paz y de calma, mágicos espacios de luz y sombras. Los arquitectos buscamos mostrar su carácter original. Todos son de piedra y parten de una fuente que proporciona agua al lavadero, en una segunda zona se decantaba el agua para que el jabón no volviese al río, en un proceso natural y ecológico. Se trata de potenciar el agua como elemento visual y acústico”, explica Carlos Seoane del estudio CSA Arquitectos.
Con la llegada de la lavadora al hogar fueron cayendo en desuso. Pero desde hace unos años los mejores arquitectos gallegos los están recuperando con esa filosofía de convertirlos de nuevo en un punto de encuentro en lugares rodeados de vegetación, cargados de una historia etnográfica, con el discurrir placentero del agua como banda sonora, bañados por un sol al que con frecuencia boicotean las nubes. En los últimos años se han convertido en un secreto a voces entre los viajeros que buscan nuevos alicientes y descubrir rutas poco trilladas.
Todavía no existe un censo ni rutas oficiales, así que permanecen ocultos para la mayoría, lo que multiplica el interés por ellos. “Estaban en los bordes de los caminos. En Galicia cada piedra tiene un nombre y cuando la arqueóloga Ana Filgueira iba haciendo un análisis toponímico, hablaba con la gente mayor recuperando los significados originales de estos espacios y actuábamos de otra manera, con la delicadeza que requieren”, cuenta Alfonso Salgado, del estudio de arquitectura Salgado e Liñares.
En La Chainza, un barrio a las afueras de Noia, hay un lavadero que ha cosechado diversos premios a la reintegración del patrimonio cultural. Al intervenir se descubrió que estaba sobre el Camino Real que discurre por la costa y además asomó un puente medieval que también se ha recuperado.
“El entonces alcalde de Noia, Rafael García Guerrero, tenía un gran interés en revitalizar todo el espacio público de esa zona. Tenía de bonito que era un espacio público casi femenino. Por ahí pasa un regato del río Chanza, el arenal llega casi hasta la entrada. Nosotros modificamos la cubierta y la hicimos de granito, con losas de tres metros, y en el pretil de piedra incorporamos la iluminación para mantenerla al resguardo”, detalla Salgado sobre la remodelación y añade que el lavadero está en uso y se han incorporado hombres a lavar y, de paso, charlar un rato.
Otro de los lavaderos que el mismo estudio intervino en Noia es el de la periférica A Pedrachán, envuelta en una atmósfera que procura sosiego y tiene algo de mágica, con el borboteo del río Traba, que discurre en paralelo y los múltiples molinos. La arquitectura se adecuó a las condiciones del lugar, donde la maquinaría pesada tuvo que ceder a las pequeñas herramientas y el contacto con los vecinos humanizó la rehabilitación. “En este entorno tan singular, la nieta de Teresa España, una de las vecinas, desayunaba observando cómo las nutrias se sumergían en el agua”, narra Salgado.
En Porto do Son, en la aldea de Noal, se esconde un humilde lavadero difícil de apreciar incluso pasando por su lado. Solo las gallinas y las ovejas de las casas cercanas compiten con el sonido cadencioso del agua. Un estrecho camino de baldosas de piedra conduce hasta él y parte desde enfrente de casa de Pepita Díaz, que todavía recuerda a las mujeres afanándose por dejar las prendas impolutas: “Aquí ya lavaba mi madre. Había hasta seis mujeres, tres a cada lado, que frotaban la ropa sobre las piedras. Se ponían las sábanas sobre la hierba para blanquearlas. Cuando más concurrido estaba eran los domingos, porque durante la semana tenían que ocuparse de los animales y la tierra mientras los maridos estaban en la mar. Yo también lavaba aquí, hasta que en los años 80 compramos una lavadora”.
Frente a la iglesia de San Vicente, casi entrado ya en Porto do Son, hay una carreterita que sube a la aldea de Cabanela. A la izquierda, una buganvilla fucsia trepa por los muros de piedra de la antigua construcción de piedra adyacente al lavadero. De vez en cuando algún vecino lava las alfombras y las cuelga para que se sequen, como si fuera ayer. A los más jóvenes les atraen estos espacios de otro siglo, en los que quedan con amigos para emprender una ruta o se citan para salir de fiesta.
En el camino entre Corrubedo y Ribeira está el famoso lavadoiro del río de Artes. Lo primero que hizo Carlos Seoane, del estudio CSA Arquitectos, al iniciar la rehabilitación de este singular lavadoiro de 33 metros de longitud fue desprenderse de la cubierta. “Siempre estuvieron sin techar, pero en los años 80 se cubrieron de uralita y hormigón. Tenía un aire lúgubre y al quitarla recuperó la alegría. Hicimos una gradas para reposar o quedar con el grupo para adentrarse monte arriba por la senda fluvial del bosque. Hay que mantener viva la memoria a la vez que se da un aire nuevo”.
Los lavadoiros son cómo entrar en una cápsula del tiempo. Quizá por eso resultan tan magnéticos en su sencillez. Son también inesperados para quien se topa con ellos de casualidad y alientan con su quietud a acercarse y rozar el agua que cae del caño y llena en su discurrir el recipiente.
“El lavadero de Ribeira presenta la peculiaridad de estar al lado del mar, parece un barco en unas rocas, protegido por un muro de piedra. Cada uno es distinto a los demás, pero todos comparten la relajante experiencia que procuran, siendo a la vez un lugar social”, como apunta Seoane.
Y es que el lavadoiro de Penisqueira, cercano al muelle fenicio en la parroquia de la riberense Aguiño, es una extravagancia que se sitúa pegado al mar con muros para proteger del viento y con un abrevadero además del lavadero, ya que se encuentra lejos de los núcleos de población y se usaba a los animales para transportar la colada. Los lavaderos se utilizaban también para abastecerse de agua potable. Hoy en día, muchos vecinos siguen yendo a llenar garrafas para su consumo porque consideran que es mejor agua que la que sale del grifo.
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