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El pueblo de Calatañazor recibe al viajero erguido y altivo sobre una montaña de piedra, bien envuelto por su muralla en un abrazo pedregoso y apenas desgastado por el tiempo. Famoso por la batalla de Almanzor, para algunos ficticia para otros no, dicen que aquí el caudillo musulmán perdió su tambor. Derrotado allá por el año 1002, esta tierra pasó a ser de Castilla e inició una nueva etapa de esplendor medieval. Desde entonces, cada piedra comparte sus siglos de historia, su belleza antigua de pueblo encantado por leyendas que lo acompañan hasta el día de hoy. Es una auténtica villa de cuento que visitamos relatándonos otros muchos porque su paisaje bien podría haber inspirado a Andersen, Perrault o los hermanos Grimm.
La villa se articula en torno a una calle principal que acaba en su plaza mayor, donde se encuentra el rollo medieval: ese que servía para exponer a los "malhechores a la vergüenza pública" o para encuentro de las gentes, hoy cercado por el castillo y el ayuntamiento. Como centro de escarnio público, al pisar este recinto abierto el viajero es capaz de vislumbrar el desfile que celebró el emperador para enseñar a la plebe su traje nuevo, aquel invisible que le cosieron unos tunantes. Durante las vacaciones o festivos, que se incrementan las visitas turísticas a esta localidad de 20 habitantes, uno se imagina –casi sin quererlo– como un niño grita entre la multitud al orgulloso emperador: "¡Pero si va desnudo!".
En una esquina de la plaza, se abre la entrada al castillo, desde el que se divisa todo el valle. Las piedras bien sujetas de la torre y sus escaleras ponen a nuestros pies la vasta llanura del Valle de Sangre, que se alarga hacia delante, y las enormes rocas que componen el cerro a la izquierda, siempre salpicado por el vuelo lento de algunos buitres leonados. Desde ese monte rocoso, desalojado por los hombres y tomado por los animales, podría llegar volando en su escoba una bruja para lanzar una maldición sobre el castillo que haga dormir en un sueño profundo y eterno a jóvenes doncellas o que, bien despiertas, las encierre en su torre mientras les crece el pelo a la espera de un salvador. Todo parece posible desde las alturas de Calatañazor.
Bajando por la calle principal de la villa, en una plazoleta, que más bien parece el patio de una casa, un busto de Almanzor recuerda la batalla en la que, al parecer, fue derrotado. Bajo la escultura, en una placa los versos de Gerardo Diego rinden culto al musulmán, mientras nosotros volvemos a las letras de los hermanos Grimm ante el griterío de un grupo de niños que aprovecha el sol otoñal para alejarse de sus padres corriendo sobre las calles adoquinadas. ¿Están siendo llamados por el embrujo de la música tocada por un flautista? ¿Se los llevan de Hamelín?
El músico podría haber seguido los caminos que bordean el castillo –acompañado por el vuelo de los buitres– o la vereda que sale desde el río Milano, justo antes de llegar a la localidad, para esconder a los niños. Sin embargo, dejando aparcadas durante un rato las fantasías, estos senderos llevan a uno de los secretos mejor guardados de Calatañazor: una panorámica del pueblo levantándose amurallado sobre las piedras del monte con iglesia románica incluida. La silueta es fantástica al atardecer, aunque se puede fotografiar a cualquier hora del día. Solo un detalle: ¡Mucho cuidado! No hay mirador, no hay vallas, solo el cerro escarpado que se levanta frente a la villa. No es una zona apta para pequeños o adultos despistados.
Volviendo a la calle principal, uno encuentra tiendas de recuerdos y una particular Casa del Queso, donde se venden productos de Soria, desde salchichón hecho por el mismo dueño hasta quesos de las ovejas de los pastores de la zona, pasando por miel o torreznos casi listos para echarlos a las sartén y que queden tan ricos como los que sirven en tierras sorianas. ¡Se abre el apetito con solo verlo!
Movidos por el estómago seguimos el olor que sale de las chimeneas encendidas, que convida a refugiarse en el interior de los hogares, a amasar las historias que cuenta el pueblo y reponer fuerzas. La arquitectura popular de la Edad Media se mantiene en las casas, con sus dos plantas, sus travesaños de madera de sabina, sus fachadas de piedra y adobe. Resisten a las embestidas del tiempo con tanta firmeza que ni el soplido del lobo podría derribar. Dentro, muchas mantienen aún sus chimeneas cónicas, como en 'La Villa de Calatañazor', casa rural en la que nos quedamos a dormir y donde Begoña Pérez, hostelera desde hace más de 35 años, cuenta los entresijos del pueblo mientras domina la gastronomía de la zona en su restaurante 'El Palomar'. Otros dos restaurantes se ubican en la calle principal de la villa, uno siempre abierto para raciones y bebidas, pero la diferencia del de Begoña es una enorme torre, antiguo palomar –de ahí el nombre–, que hace de la sala una lugar bien diferente.
Antes o después de calentar el cuerpo con un caldo o una sopa caliente, hay que visitar el entorno natural del municipio. No le falta a Calatañazor, como buen pueblo de cuento, un bosque cercano. Encantado o no, el Sabinar parece guardar toda la magia de los siglos pasados. La proximidad de sus árboles gigantescos, sabinas, cuyas copas forman bóvedas sobre nuestras cabezas invitan a recorrerlo buscando el silencio solo roto por algún pájaro o la brisa otoñal. Los troncos grandes y estriados se desperezan entre los caminos como si quisieran alardear de vejez mientras guían a una niña con una caperuza roja hasta la casa de su abuela. Sin lobos a la vista, el Sabinar es para pasear tranquilamente, soñar y alejarse de la realidad.
Saliendo del bosque, el siguiente espacio para conectar con la naturaleza es la Fuentona de Muriel, nacimiento del río Abión. Se puede dejar el coche en un aparcamiento cercano donde cobran cuatro euros por un turismo normal. Eduardo Dodero Alonso recibe a las visitas explicándoles la zona. "De 17 a 18 horas hay una ruta guiada en la que te explican la fauna y vegetación", asegura animando al que quiera profundizar en los conocimientos del entorno.
El trayecto que hay que hacer a pie hasta La Fuentona huele a la caída de las hojas húmedas que ya empiezan a fundirse con el suelo formando una camada de ocres brillantes. Hay partes de este recorrido donde el agua brota de las piedras, como por arte de magia, para perderse después en el bosque. Poco antes de llegar a nuestro destino, un desvío conduce hasta la cascada conocida como Chorro Despeñalagua, formada por el arroyo de la Hoz, que aunque es estacional –solo lleva agua tras las lluvias– el trayecto merece la pena en cualquier época del año. Envuelto por árboles que susurran años y años de existencia, el sendero está salpicado por piedras que se asemejan a gigantes migas de pan dejadas aquí y allá por Hansel y Gretel. Pero, para tranquilidad de aquellos que buscan regresar a casa sanos y salvos, es un alivio saber que este pan no se lo puede comer nadie.
Una vez en La Fuentona, que bien podría haber sido ese lugar donde el Patito Feo por fin se transformó en cisne –aunque con certeza no los hay en esta hermosa laguna–, la visión del fondo evoca un bosque sumergido, que más bien parece la entrada a un mundo desconocido, como el de La Sirenita, si no fuera porque la criatura inventada por Andersen es más de mar que de agua dulce. Más allá de sus aguas profundas –a ratos negras, a ratos verdes, dependiendo de la luz que se refleje–, se inicia una cueva sumergida prácticamente inexplorada, que fue protagonista de Al filo de lo imposible. Un fondo del que hasta el día de hoy se desconoce su fin.