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Uno de los detalles que hace especial a la comarca del Priorat es la pureza con la que ha sabido mantener su idiosincrasia. A pesar de que poco a poco la belleza de su paisaje se esté volviendo más y más universal. Aunque sus vinos, que se llevan cultivando en terrazas en esos terrenos imposibles de empinadas colinas de licorella -roca caliza predominante en la zona-, se sepan ya excepcionales. Sin embargo, a lo mejor la clave es precisamente esa: lo serpenteante de sus carreteras, lo recóndito de sus mayores tesoros, hace que pocos lleguen aquí por casualidad. Quien viene al Priorat, es porque quiere venir al Priorat.
Y así lo hacemos nosotros, que disfrutamos de cada giro de volante y de cada curva, asombrándonos más y más con cada montaña forrada de viñedos. Con cada pequeño pueblo medieval que brota, como por arte de magia, de entre el verdor de sus campos. Sin embargo, cuando tomamos el desvío hacia la diminuta localidad de Escaladei y conducimos por una estrecha vía sin asfaltar hasta su antigua Cartuja, sabemos que lo que vamos a encontrar excede cualquier expectativa.
Corría el siglo XII cuando, por orden del rey Alfonso II de Aragón, arribó a la región un grupo de monjes cartujos de la Provenza con un claro fin: levantar el primer monasterio cartujo de toda la Península Ibérica. El lugar era perfecto para ello: aquel grupo de religiosos necesitaba de un lugar silencioso, donde el retiro y la comunión con Dios fueran una prioridad. Oración, trabajo y contemplación copaban las jornadas de estos monjes que no tuvieron duda a la hora de escoger el punto exacto donde llevar a cabo su misión: se decía que un pastor había soñado que, en este rincón abrazado por la Sierra del Montsant, surgía una escalera por la que los ángeles subían al cielo. Aquella leyenda dio lugar al nombre con el que fue bautizado el lugar: Escaladei.
La región vivió siglos de esplendor en manos de los monjes, que llevaron a cabo grandes logros que se han mantenido en el tiempo, como la introducción del cultivo de la vid en la zona. Durante 700 años dominaron el territorio en manos de su Prior -de ahí el nombre de la región- y lo hicieron prosperar sembrando sus campos, otorgando trabajo a los vecinos y convirtiéndose en cuna espiritual. Una imponente fachada dedicada a la Virgen María nos da la bienvenida al enclave: cada vez que los monjes pasaban por delante de ella, rezaban un avemaría en su honor.
Hoy, en el interior del monasterio, poco queda del esplendor de aquella época. Lo que encontramos son sus muros semiderruidos, que conservan cierta quietud que abruma a quien los visita. Una belleza austera que nos emociona mientras nos adentramos en las diferentes estancias hoy, en gran parte, reformadas: con la desamortización de Mendizábal en 1835, los monjes se vieron obligados a huir y comenzó el declive del monasterio, que acabó siendo expoliado y abandonado durante décadas
Entre restos de columnas y arcos medio derruidos, los cipreses, que continúan alzándose con ímpetu al cielo como antaño, nos marcan el camino. Avanzamos hasta alcanzar el claustro, que nos lleva, inevitablemente, a viajar al pasado. No es difícil imaginar cómo debió transcurrir la vida de aquellos monjes, entregados voluntariamente al celibato y al silencio, entre oraciones y paseos con los pies descalzos por estas estancias. Suelos ajedrezados y columnas agrietadas aumentan esa sensación de misticismo. También la quietud, solo rota por el agua de la fuente que mana del centro del claustro o las conversaciones de otros visitantes que no tardan en aparecer. No faltan en el recorrido, perfectamente señalizado y con la posibilidad de revivir la historia gracias a una completa audioguía, la antigua iglesia con su enorme cúpula -reconstruida, eso sí-, la sacristía o el refectorio, donde una maqueta muestra cómo lucían estos espacios en sus orígenes.
Sin embargo, lo más impactante se encuentra algo más allá, apartado de los lugares comunes por caminos flanqueados de flores. Se trata de una de las celdas monásticas que, reconstruida con todo lujo de detalles, nos permite intuir cómo era el día a día al que se enfrentaban aquellos cartujos en la época: austero, rodeado de libros, con un pequeño jardín privado y una cama de madera.
Para despedir la visita -o empezar con ella-, nos animamos con Los Ojos de la historia, una de las últimas actividades añadidas al centro de interpretación: con unas gafas de realidad virtual bien ajustadas, nos trasladamos ochos siglos atrás para traspasar una puerta invisible que nos lleva a ponernos en la piel de un monje cartujo y a vivir en primera persona la historia de este singular lugar.
Tras largos minutos de más curvas, estas en ascenso, alcanzamos la parte más alta del risco de piedra caliza sobre la que se yergue Siurana, posiblemente uno de los pueblitos más coquetos, encantadores y bellos de toda la región. No habrá opción de llegar hasta su centro urbano sobre ruedas, qué va: un parking público, varios cientos de metros antes, obliga a todo visitante a aparcar y a tirar de piernas el resto del camino.
Sin embargo, el paseo no cuesta. A pesar de que el calor apriete. A pesar de que siga siendo una ruta ascendente. Las ganas de pasear el entramado de callejuelas empedradas que conforman la localidad nos aporta la energía necesaria y, entonces, caemos embobados: a los balcones floridos y a los bonitos negocios, a la historia acumulada en las paredes de las fachadas de sus vetustas casas, que parecen llevar toda la vida contemplando el pasar de los años. Construidas con la misma piedra dorada que se aprecia en los acantilados que rodean el risco, llevan incluso a confundirse con el entorno, permitiendo mantener la armonía del lugar.
Nada de prisas en Siurana; aquí reina la paz. Lo comprobamos sentados en uno de sus establecimientos más emblemáticos, 'El Refugi', antigua casa de un payés reconvertida en refugio para excursionistas y restaurante. Sus atentos camareros nos acompañan hasta la terraza suspendida con vistas al Montsant, desde donde se pueden apreciar, como hormiguitas de colores, cómo algunos escaladores se atreven a desafiar las paredes verticales de las montañas vecinas. No se nos ocurre mejor manera de disfrutar de la escena que con algo de picar por delante, así que pronto tenemos sobre la mesa algo de mojama de atún y una ensalada bien fresquita.
Para bajar la comida, un paseo nos ayuda a entrar en materia y entender lo especial de este lugar, colmado de peculiaridades. Siurana fue la última fortaleza musulmana en Cataluña y solo hay que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de por qué costó tanto a los cristianos reconquistarla. De aquella época quedan los vestigios del castillo sarraceno, elevados junto al precipicio, donde una huella de herradura nos desvela una de las leyendas más famosas del lugar: se dice que Abdelaiza, la reina mora, prefirió lanzarse al vacío montada en su caballo antes que rendirse.
La vista sobrecoge desde este punto, aunque caminando algo más entre casonas y fuentes, y tras toparnos con la iglesia románica de Santa María (levantada entre los siglos XII y XIII), alcanzamos una plataforma natural a base de piedras desde la que avistamos el embalse de Siurana, con sus límpidas aguas azules dominando el paisaje. Una panorámica que resulta sobrecogedora.
Una fotito aquí, un último vistazo allá y una parada técnica en la 'Agrobotiga', la tienda de productos locales para hacer acopio de ricas viandas -cerámicas, mermeladas, miel o, por supuesto, vino- que llevarnos con nosotros a casa. Un final más que merecido a una ruta por algunas de las joyas de esta comarca única y especial. Una tierra colmada de sorpresas con una geografía tan épica, no tenemos duda, como su propia historia.
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