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Los raíles entre la capital aragonesa y el pueblo oscense de Canfranc se prolongan durante 220 kilómetros. Una distancia que el tren tarda en recorrer -¡atención!- tres horas y cincuenta minutos. Lento, lentísimo, pero a la vez tremendamente atractivo. Al fin y al cabo, las ventanillas ofrecen un repertorio paisajístico de lo más variado, yendo desde el Valle del Ebro hasta los Pirineos Centrales.
Todos aquellos que piensan que una parte esencial de viajar reside en el desplazamiento en sí, en ser conscientes de movernos, tener la sensación de ir de un lugar a otro, tienen en el tren un aliado. Hasta la alta velocidad transmite esa idea romántica del viaje mucho más que otros medios de transporte. Y eso se multiplica de forma exponencial a bordo de los vagones del Canfranero.
En sus asientos hay tiempo suficiente para charlar con compañeros de viaje y hacer nuevas amistades jugando una partidita de naipes. Además, el itinerario proporciona infinidad de imágenes para alimentar nuestras redes sociales durante el trayecto. También permite echar una cabezada, responder los mails pendientes del móvil o, mejor aún, ponernos al día con nuestros pensamientos. Incluso es posible leerse un libro, alguno tan largo como la historia de este ferrocarril.
Tal libro debe remontarse a mediados del siglo XIX, cuando se comenzó a pedir desde Aragón un tren que cruzara la cordillera pirenaica y uniera estas tierras con Europa. El camino más recto y corto entre París y Madrid. No obstante, aquella solicitud tardó mucho en aceptarse y todavía más en hacerse realidad. Se esperó hasta julio de 1928 para inaugurar la estación internacional de Canfranc y el vecino túnel del Somport, que permitía el paso de los trenes entre ambos países.
Todo un acontecimiento al que acudieron el rey Alfonso XIII y el Presidente de la República Francesa, Gaston Doumergue. Las fotografías de la época atestiguan que fue un evento de primer rango y que se auguraba un brillante futuro. Sin embargo, no fue así. Pero eso no significa que la historia del Canfranc no sea apasionante. ¡Ni mucho menos!
Por los mismos raíles que viajamos hoy, durante la Segunda Guerra Mundial, se transportaron vagones cargados de wolframio, un codiciado metal que España y Portugal vendían a la Alemania de Hitler para que los nazis blindaran sus tanques. Y esos mismos trenes regresaban a través del túnel de Canfranc atiborrados de oro, a cuyo brillo se la perdía la pista inmediatamente después de cruzar la frontera.
No solo se transportaban mercancías. Con Irún y Port Bou cerradas por los bombardeos, Canfranc fue la vía de huída para muchas personas que escapaban del horror nazi en Francia. Y también este tren sirvió a la resistencia para tejer una red de espías que enviaban información cifrada de París a Zaragoza y, desde ahí, los códigos retomaban su vuelta al norte, si bien rumbo a San Sebastián y más tarde a Londres por mar. Se sabe que ese fue el trayecto de mensajes en clave vitales para el éxito del decisivo desembarco en Normandía.
La lectura de tales episodios hace llevadero el lento traqueteo del tren. ¡No hay prisa! Se dice que ahora tarda 5 minutos más en hacer el recorrido que el día de su inauguración, con grandiosas locomotoras de vapor. No obstante, si se viaja por primera vez en el Canfranero seguro que se leerá poco y se mirará mucho por la ventanilla. Es imposible quitar los ojos del paisaje.
En especial, tras dejar atrás la ciudad de Huesca y alcanzar la villa monumental de Ayerbe, auténtico punto de inflexión en el itinerario. Desde aquí las vías se encaminan hacia el río Gállego y, en un constante ascenso, se adentran en parajes impactantes. Para empezar, los Mallos de Riglos, en cuyo apeadero descienden un buen número de montañeros dispuestos a escalar estos hermosos paredones.
A partir de ahí el trazado discurre por un desfiladero asomado al río hasta llegar al embalse de La Peña y cruzar sus aguas sobre un angosto puente de hierro. Luego se adentra en las faldas sureñas de la Sierra de San Juan de la Peña. Por ahí aguardan varias estaciones donde suelen bajar ciclistas con sus mountain bike preparadas para rodar por un sinfín de sendas.
Las siguientes paradas son dos ciudades importantes de la provincia: Sabiñánigo y Jaca. En ambas es habitual que suban viajeros que, estando de vacaciones por los Pirineos, quieren gozar del último tramo de este ferrocarril, ya que remontando el río Aragón, casi en paralelo al Camino de Santiago, se atraviesan las vistas montañosas más espectaculares de la línea. Así se cruzan los pueblos de Castiello de Jaca, Villanúa y el viejo Canfranc para, finalmente, llegar a nuestro destino en la Estación Internacional.
Hoy el tren apaga sus motores en una nueva estación, inaugurada en la primavera de 2021 y ubicada en un antiguo almacén del complejo ferroviario. Al salir de esos modernos andenes ya se contempla la majestuosa estación original. Una obra de arquitectura modernista alucinante. Parece mentira que una edificación tan grande y elegante surja entre montañas.
Y sorprende todavía más al saber que, antes de que llegará el tren, aquí no había nada, salvo el río discurriendo a su libre albedrío y regando innumerables arañones -es decir, la planta espinosa del endrino que se usa para elaborar pacharán-. De hecho, tradicionalmente el lugar se conocía como Los Arañones.
En cambio, el ferrocarril lo transformó todo. Se repoblaron las laderas del entorno con siete millones de árboles para evitar avalanchas; se hicieron defensas antialudes; se construyó un pueblo para los trabajadores y también cuarteles para los militares que debían defender la frontera; se rellenó el valle con la tierra extraída del túnel y se creó una enorme playa de vías con talleres, almacenes e intercambiadores, ya que aquí confluían los trenes con el ancho de vía ibérico y los franceses con la anchura internacional. De todo ello se tiene una extraordinaria visión al recorrer el denominado Paseo de los Melancólicos, una de las actividades de gozo obligado en Canfranc.
Pero, sobre todo, se construyó este edificio impresionante que supera los 240 metros de longitud, con tres pisos, con cientos de mansardas de aires parisinos, con 365 ventanas para asomarse por una distinta cada día del año y con un interior deslumbrante. ¡Al menos antaño! En sus estancias se usaron los mejores materiales: mármol de Carrara, maderas nobles, el innovador pavimento hidráulico de comienzos del siglo XX o azulejos idénticos a los usados en las estaciones de metro europeas.
Al fin y al cabo, la estación de Canfranc se concibió como la entrada al país y, por ello, las autoridades no repararon en gastos. En la actualidad nos hacemos una idea de lo que fue gracias a que en los últimos meses se ha culminado la restauración de las fachadas del edificio. Desde que en 1970 se cerró el tráfico internacional de la vía, tras un descarrilamiento en el lado francés, el inmueble había caído en una desidia progresiva y devastadora. Llegó el expolio, la ruina, la mugre y la tristeza que siempre provoca la belleza ultrajada.
Como decimos, desde hace unos meses su exterior vuelve a brillar. Y respecto a su interior, es posible visitar su vestíbulo, que también ha recuperado parte de su esplendor. Mediante los recorridos guiados organizados por la oficina de turismo de Canfranc es posible imaginarse el dinamismo de otros tiempos. Estas visitas descubren que la estación fue mitad española y mitad francesa, y que en su interior había un sinfín de servicios, muchos de ellos duplicados, como las aduanas o las comisarías de ambos países.
También había médico, servicio de correos, cantina, restaurante y un hotel. Y ahora está previsto que parte de aquello resurja. Una potente cadena hotelera tiene previsto abrir aquí próximamente un hotel de máxima categoría, un 5 estrellas Plus. Este mismo verano han empezado las obras de acondicionamiento, lo cual va a suponer que las visitas guiadas al interior puedan cancelarse temporalmente.
La noticia ha irradiado optimismo por todo el valle. Eso y que también se prevé reabrir el tráfico ferroviario internacional en el 2025. Si es así, casi se podrán celebrar los 100 años de la inauguración original del Túnel del Somport, cuyo trazado cercano a los ocho kilómetros de longitud permanece hoy a oscuras. Acercarse hasta ahí es un paseo habitual para los turistas en Canfranc. Al contemplar su arcada horadada en la montaña es imposible no evocar el pasado, pensar en el futuro y admirar todo este patrimonio ferroviario, monumental e histórico en el corazón de los Pirineos.