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Townsend nos visita antes de la invasión de las tropas napoleónicas, Borrow después, durante las guerras entre isabelinos y carlistas. La Biblia en España, traducida por Manuel Azaña en los años 20, es uno de los textos responsables de la imagen distorsionada de España entre los viajeros británicos -los curiosos impertinentes- de la primera mitad del siglo XX, hasta el inicio de la Guerra Civil.
El vendedor Borrow solo quería quedar bien con sus empleadores y escribir un libro de éxito con bandoleros y aventuras, como el de su amigo Richard Ford. Y para no decepcionar, no tuvo problema en exagerar o inventarse una parte de sus aventuras al otro lado de los Pirineos. Eso sí, las que vivió fueron a lomos de mulas o caballos, era un excelente jinete. Y si el riesgo no aparecía, lo buscaba. Conocía bien lenguas como el caló y las costumbres de los gitanos y tiró de ellos cuando hizo falta. A este pícaro británico habrá que recurrir en más viajes a lo largo de la península.
Townsend fue mucho más comedido, discreto y fiable, manteniendo amistad con la máxima autoridad eclesiástica de la capital asturiana. Pero en ambos, las reliquias de la catedral de Oviedo y la personalidad del padre Feijóo motivaron su parada en la capital del reino Astur.
"Según tradición, cuando Cosroes rey de Persia, entregó al saqueo la ciudad de Jerusalén, Dios, con su omnipotencia, transportó a través de África un arca de madera incorruptible, hecha por los inmediatos descendientes de los apóstoles, desde Jerusalén, hasta Cartagena, Sevilla y Toledo, y desde allí el infante D. Pelayo las trajo a las 'sagradas montañas' próximas a Oviedo, desde donde pasaron a la Iglesia catedral de San Salvador". No está mal, el texto evoca a los persas, casi a caballeros templarios, Jerusalén, correrías por continentes con un arca…
Podría ser el inicio de una serie sobre las andanzas mágicas de los reyes astures, pero es la descripción que un honrado reverendo británico, Joseph Townsend, hizo de su paso por España entre 1786 y 1787. El 3 de agosto de 1786 entró por Somiedo y salió dos meses después por Pajares, según los apuntes de Fermín Canella, en edición retocada por J.Tolivar Faes para el Instituto de Estudios Asturianos.
Si el anuncio del arca es prometedor en estos tiempos de series televisivas con ecos sobrenaturales, el enunciado de lo que el rey Alfonso VI se encontró al abrirla el 5 de marzo de 1075, delante del mismísimo Cid Campeador, da para más. "Hallaron porciones de todos estos objetos: de la vara de Moisés; del maná que cayó del cielo; del manto de Elías; de huesos de los Santos Inocentes; de la rama de Olivo que Cristo llevaba en su mano cuando entró en Jerusalén; un trozo grande de su Cruz; ocho espinas de la corona; el Santísimo Sudario o lienzo manchado con su sangre; un trozo de la caña que le dieron a modo de cetro; parte de su vestido y de su sepulcro; algunas gotas de leche de la Bienaventurada Virgen; la casulla que ella donó a San Ildefonso; uno de los tres crucifijos esculpidos por Nicodemo y una cruz de oro purísima por los ángeles en la catedral".
Con esa enumeración ¿quién se resistía a contrastar la minuciosidad del viajero británico, huésped del obispo de Oviedo, hace cerca de dos siglos y medio? Por entonces, además, quien visitara las reliquias tenía "Indulgencias de mil cuatro años y seis cuarentenas". Mejor pasar por el lugar, por si acaso.
La plaza de la Catedral de San Salvador vuelve al curioso a la realidad. Los peregrinos de gorras de béisbol o sombreros a lo Indiana Jones y sandalias de inspiración franciscana recuerdan que la ciudad es parada clave en el Camino a Santiago, bajo la atenta mirada de la estatua de La Regenta.
Es primera hora de la tarde y Carmen, encerrada tras una mampara de cristal dentro de la catedral, corrige el dato de Edith Wharton de hace 93 años, cuando las reliquias solo se podían ver a las cuatro de la tarde. "Se muestran a todas las horas, están ahí, a la derecha, en la Cámara Santa. No, no tenemos guía, pero les entregamos una audioguía". Y efectivamente, entrando a la derecha, en la "capilla palatina dedicada a San Miguel, levantada por Alfonso II para albergar las reliquias traídas de Toledo y Persia", según rezan las guías oficiales, está el arca protegida por un cristal.
Recubierta de plata en siglos posteriores, se enseña rodeada de otras obras como la Cruz de los dos Ángeles –símbolo de Asturias–, el trocito –no trozo– de la cruz engarzado en otra cruz y el Santo Sudario de la catedral, datado en una prueba de carbono en el siglo VII-VIII y preservado de la atmósfera bajo otro cristal.
Quizá lo más impactante por no esperado son los personajes de la nave con bóveda de cañón que "reemplazó a la prerrománica de madera", cuenta el aparato pegado a la oreja. Se trata del Apostolado, los seis grupos de esculturas que trasladan enseguida hasta el Maestro Mateo del Pórtico de La Gloria de Santiago, sensación rectificada después por los estudiosos. Al parecer, fue uno de sus discípulos quien creó a estos hombres que charlan entre sí, como si la rigidez del románico estuviera a punto de romperse, como luego sucedió con la llegada del gótico. No perderse el parloteo entre el Santo Tomás de ojos azul zafiro escondido detrás de la puerta con San Bartolomé, que le escucha con atención.
De vuelta a la claridad de la plaza, con la sensación de que reyes de Oriente, reyes asturianos, apóstoles como Santiago –en una batalla con el rey asturiano contra los árabes gritó eso de 'Santiago y cierra, España' y nació lo de 'Matamoros'–, reliquias de Jerusalén y otros misterios del Calvario, imponen despejar la cabeza en la era de Facebook y Twitter dando una vuelta por la espalda de la catedral.
Solo que esta vez de la mano de un protestante acérrimo, George Borrow, el autor de la conocida La Biblia en España, que pasó unos pocos años viajando por la península, intentando vender sus biblias y denostando a los católicos siempre que se le ponían a tiro. La lucha por el feligrés era una tarea titánica. Borrow se alojó, según cuenta en el libro de su viaje, en el palacio de los Condes de Santa Cruz que le pareció poca cosa, más conocido en la actualidad como el Palacio de la Rúa, justo enfrente de la catedral, hoy con la Regenta en la puerta.
Al igual que Townsend, su crítica al catolicismo no le impedía reconocer a otros hombres nobles, como el padre Feijóo, "el famoso filósofo benedictino, cuyos escritos han contribuido mucho a disipar las supersticiones", escribía el protestante a finales de la década de 1830, cuando realizó varios viajes por España.
La plaza del padre Feijóo, personaje también citado por Townsend cuando fue a visitar a algunos benedictinos que le habían conocido, está a la espalda de la catedral y la estatua del monje se levanta de frente al convento en el que un día vivió. Las monjas que en estos momentos lo habitan venden dulces típicos y la Facultad de Psicología, a la espalda del benedictino, lanza un mudo mensaje sobre las enfermedades de estos tiempos.
Para rematar la jornada, un paseo por la calle Gascona, diseñada para turistas y alabando las sensaciones de la sidra a base de frases de dudoso ingenio –"la sidra es la alegría ebria de las palabras" o "la sidra es la sangre que bombea vidas"– y pancartas en los balcones donde los vecinos protestan por el ruido, da oportunidad para observar a la fauna tan dispar que el Camino de Santiago ha puesto en marcha. Muy entretenida y divertida, ayuda a encuadrar la jornada.
Para llevar, a elegir entre las pastas Princesita de Asturias o Letizias, presentes en las pastelerías, pasando por los escanciadores de sidra, los vasos clásicos, quesucos de la zona o albarcas. Lo mejor, darle juego a la fabada, rica en cualquier lugar del reino de Ramiro I.
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