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Tapia de Casariego

Un lugar para no contárselo a nadie

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Tapia de Casariego consigue contar cuentos como este: hace años que descubrí este pueblo costero a orillas del Atlántico. No recuerdo ver sus rocas vestidas de verde en ninguna revista antes, ni publicadas sus casitas palaciegas a bombo y platillo, pero Tapia de Casariego me conquistó desde el primer momento. Mi mujer siempre decía que no se lo comentáramos a nadie, que era nuestro secreto, "para que no se masifique", me espetaba. Así que aprovechábamos todas las estaciones del año para recorrerlo. En primavera solíamos vagar por los tupidos bosques de la Laguna de Salave, escondidos entre las copas de nogales, castaños y serbos que apenas dejaban pasar la luz del sol.

Otras veces bajábamos al  puerto, con el encanto arcaico de la antigua pesca y donde nos volvíamos a enamorar, con el amanecer, en el faro de Tapia, ubicado en una accesible isla en medio del Cantábrico. Cuando llegaba el verano, la calma se disipaba un poco, era en esos momentos donde vestido en mano la veía caminar por el paseo marítimo, mientras su pelo ondeaba al viento en los miradores de San Blas y Os Cañóis. Desde allí se abría paso la costa del Cantábrico con las acantiladas playas de arena blanca de Penarronda o La Ribeiría. Después se sumergía en una piscina de agua salada al lado del mar mientras se me pasaban las horas embelesado… allí, y  sin saber cómo, el otoño nos traía la añoranza de un verano ya acabado, pero también las noches de pesca en el muelle donde algún que otro chipirón, chicharrín o abadejo se lanzaba a nuestro encuentro. El frío se veía comprometido por la calidez de las fiestas de San Blas que nos traían el sonido celta de las gaitas y el sabor del caldo de rabas con compango, mientras el invierno se tornaba quejumbroso poniéndose una muda de alfombra verde, para sorprendernos en la primavera que, de nuevo, recibía a los surferos que cada año hacían de Tapia de Casariego, su casa.

Quizás ella tuviera razón. Y fuera mejor que nunca se lo contáramos a nadie.