No vamos a descubrir el petróleo, resulta imposible encontrar un solo metro de costa española desconocido. Que nos perdonen vecinos y asiduos a estos arenales por el titular, pero aunque sean conocidas por algunos, su inclusión sirve para resaltar los valores naturales que conservan, al tiempo que da pistas a quienes ni se las imaginan. Viajamos a un puñado de playas y calas íntimas, apartadas y hermosas. Si vas, cuídalas mucho.
1. Melide, la hermana escondida de la mejor playa del mundo
Desde que hace unos años un rotativo británico declaró a Rodas, en las Cíes, la mejor playa del mundo, este arenal es el atractivo principal para quienes visitan estas islas situadas frente a la ría de Vigo. El ambiente salvaje de su alrededor, las inmaculadas arenas y un privilegiado escenario natural son las razones de peso que justifican su distinción.

No es la única playa, sin embargo, con tales atractivos en este parte del litoral gallego. Si se quiere añadir una tranquilidad que en verano resulta extraña en Rodas, hay que ir algo más allá, hasta Ons, otra de las islas del Parque Nacional de las Islas Atlánticas. Para ello, tenemos que coger el barco que zarpa de Portonovo, Cangas, Bueu y Sanxenxo.
En la parte norte de la isla se extiende Melide, pequeño arenal protegido del viento, al que solo es posible llegar después de una caminata de dos kilómetros desde el puertito de la isla. Preámbulo aconsejable que transita bajo el faro y cruza antiguos sembradíos de los isleños y bosques de eucaliptos, herencia del tiempo franquista. El camino concluye en esta playa que, si se llega a primera hora, solo hay que compartirla con las bandadas de exclusivas gaviotas patiamarillas que patrullean sus arenas. Un lujo.
2. Trafalgar, la vieja historia de construir junto a la playa
Se piensa que la costumbre de poblar las costas españolas de ladrillo, cemento y asfalto empezó en la segunda mitad del pasado siglo, en aquel momento que ha dado en llamarse el desarrollismo del 600. Un reciente hallazgo de los arqueólogos en los Caños de Meca, junto al faro de Tarifa, en Cádiz, confirma que la moda de erigir edificios en nuestro litoral es mucho más antigua. Se trata de unas termas, hasta ahora engullidas por las dunas y que han aflorado con un excepcional estado de conservación.

El interés arqueológico se añade a los méritos que acaparan estos extensos arenales situados en el cono sur de la geografía andaluza. Parece que le ha salido competencia a las cercanas playas y dunas de la ensenada de Bolonia, donde se elevan otras ruinas romanas pegadas al océano.
A pesar del interés histórico del lugar –en las aguas situadas frente a esta porción litoral sucedió la batalla de Trafalgar– la naturaleza es el mayor atractivo. El sistema dunar y los interminables arenales son su principal característica, que se encarga de subrayar el viento siempre presente que viaja cargado de aroma de los alhelíes, las azucenas y las artemisas silvestres.

Junto a la termas se han localizado otras construcciones, como los restos de un vivero, donde se criaban pescados, mariscos y crustáceos para el consumo de los vecinos y visitantes de aquellos tiempos. O sea, que lo de los chiringuitos y las terracitas de nuestras costas también nos viene de lejos.
3. Cofete, donde se bañan las tortugas bobas
Esta enorme porción de litoral arenoso ocupa el lado más remoto de la península de Jandía, uno de los extremos de la geografía hispana, en este caso de la prolongada isla canaria de Fuerteventura. A lo largo de más de doce kilómetros se extiende este arenal elemental que se esconde tras el cordal costero del sur majorero. Su acceso es a través de una carretera retorcida. La mejor vista de Cofete es la que se obtiene desde la Degollada de Agua Oveja, el portacho por el que se cruza la montaña. Desde aquí se contempla cómo desciende suave la ladera hasta la orilla del Atlántico, mientras los alisos que agitan sin descanso los frentes nubosos, tambalean sin el menor respeto a quienes pasan por aquí.

No es extraño que en este entorno salvaje florezcan leyendas como la de Gustavo Winker. La solitaria casa de este alemán es el único edificio de la zona. Construida en los años treinta del pasado siglo, se la relaciona con pasadizos subterráneos que llevaban a una base de submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Durante siglos aquí solo llegaban los restos de los naufragios, como el American Start, cuyo casco oxidado aún mecen las olas al norte del playazo. También vinieron durante todo este tiempo tortugas de varias especies. Sobre todo tortuga boba, pero también verde y carey.
Existe un plan de reintroducción de estas especies marinas amenazadas de extinción en Cofete, donde se liberan las tortuguitas criadas en cautividad en el Centro de Recuperación y Conservación de Tortugas del cercano Morro Jable, que puede visitarse las mañanas de diario.
4. Cuevas del Mar, aquí al Cantábrico todavía no se le ha ido la mano
Abundan en el litoral cantábrico tramos de roca donde el mar se esmera en crear obras únicas. Con su fuerza incontenible esculpe la piedra caliza y deja arcos y cuevas, estrechos pasajes y agujas inaccesibles. Se filtra en el subsuelo con el capricho de brotar en mitad de un prado o utiliza las galerías para transformar sus olas en espuma que brotan como el sifón en el vermú, bufones los llaman por aquí.

Es cierto que a veces al mar Cantábrico se le va la mano; no hay más que ver el derrumbe parcial de la playa de Las Catedrales que obligó a limitar los accesos el año pasado. Aunque de menores dimensiones, pero a cambio, sin limitaciones en sus accesos, la porción oriental de la costa asturiana atesora otro arenal de parecida estructura. Su nombre la define: playa de Cuevas del Mar. Aquí también hay espectaculares oquedades, arcos y cavidades que surgen de la arena y en los que se adentran las olas y cubren las mareas.
Situada en la desembocadura del río Nueva, concejo de Llanes, es un diminuto espacio cuyo frente a duras penas supera cien metros de anchura. Esto, junto con el hecho de que se puede llegar hasta la arena en vehículo, puede suponer un problema los días punta del verano, por lo que en esas jornadas no queda otra que madrugar. O acercarse a las vecinas playas de San Antonio y La Canal.
5. Cala Estreta, A Josep Pla le hubiera gustado bañarse en esta playa
No hay más que ver esta cala para saber que es una de las más hermosas de la Costa Brava. Situada en el corazón del Empordà costero, al norte de Palamós, se accede desde la playa de Castell. Solo puede llegarse a pie, filtro que ha permitido que se conserve impecable y, aunque alcanzarla no es la travesía del Gobi, sí supone una caminata lo suficientemente prolongada para que, aún en las jornadas festivas de verano, tenga una concurrencia aceptable. La caminata, apenas media hora que algunos son capaces de hacer en chanclas, transita por el interior de pinares, prólogo natural y tranquilo de lo que viene. El límite del bosque alcanza la arena.

Es una playa con forma de 3, cuyo centro es una barra arenosa de apenas veinte metros de longitud, unida a unas rocas que enseguida se sumergen en las aguas de puro cristal, para aflorar mar adentro en las islas de las Hormigas. En una esquina de la playa la barraca d’en Quico, caseta de pescadores de la que hay referencias desde hace cinco siglos. Al ver todo esto, la buena conservación del entorno y la tranquilidad de otros tiempos que se respira, es lógico pensar que a Josep Pla, el escritor por excelencia de estas comarcas catalanas, le hubiera gustado darse un baño en esta cala. Quién sabe si tal vez lo hizo.
6. Los Cocederos, el hermoso rincón de la costa mediterránea
Los de Pulpí, en Almería, sostienen que es suya, algo que contradicen los de Águilas, en Murcia, quienes aseguran que les pertenece a ellos. Apenas son 150 metros, pero así llevan toda la vida, sin ponerse de acuerdo en la titularidad de esta playa tan diminuta como hermosa. Aunque esto es a nivel oficial, de líneas trazadas en los mapas y cosas así.

A pie de arena la cosa es diferente y murcianos y andaluces comparten la cala, gestionándola a la par, como la limpieza de su entorno, el mantenimiento de los accesos y las cuestiones de sanidad y seguridad. La disputa se ha trasladado al Instituto Geográfico Nacional, cuya cartografía ofrece una solución salomónica, pero que tal vez sea la más idónea: la línea que separa ambos municipios está trazada justo en la mitad de la playa.
Situada, pues, en la linde de ambas Comunidades Autónomas, la playa de Los Cocedores es, por su estado de conservación y belleza, uno de los enclaves más privilegiados de esta parte del Levante español. Algo que es lo que realmente importa en un litoral que, si por algo se distingue, es por los atropellos sufridos, de manera especial por la alta densidad de los desarrollos urbanísticos.

Algo brilla por su ausencia en esta playa, que debe su nombre a la existencia a principios del siglo XX de un cocedero de los espartales que crecen en la región y que se destinaban a una variada manufactura. Estaba en las cuevas abiertas en la arenisca de sus farallones, que todavía se conservan. La armonía que traza esta playa de forma circular, apenas abierta al Mediterráneo por una bocacha entre dos farallones calizos, le ha otorgado el otro nombre con el que se la conoce: Cala Cerrada. Concha perfecta, pues, en la que la arena rodea unas aguas transparentes y hospitalarias de las que no apetece salir nunca.
7. Caló des Màrmols, tranquilidad y aguas transparentes
A mitad de camino de Santanyí y el Cap de ses Salines, este mínimo arenal que el Mediterráneo ha abierto en mitad de la escarpada costa sur de Mallorca, es un lugar que cuesta creer sea real. Sobre todo cuando se compara con otros tramos de las costas baleares no tan lejanos, como los ultrajados de Magalluf, Palma Nova y El Arenal.

Alejada de la civilización y el turismo de masas, no es exagerado señalar que acceder a Cala Mármol, traducción al castellano de su nombre mallorquín, es una pequeña aventura. Exigente recorrido de cinco kilómetros a partir del Cap de Ses Salines, recorre un litoral áspero y exigente en extremo durante los veranos, lo que hace que no sean demasiados los que se aventuren a llegar a pie hasta ella. Todo lo contrario ocurre si se va en barco, como se comprueba los veranos, cuando la cala se convierte en uno de los destinos preferentes del sur de la isla mallorquina y la diminuta cala muestra overbooking de embarcaciones de recreo.
Ya en Cala Marmols, cuesta repartir el tiempo entre el siesteo sobre las inmaculadas arenas y las singladuras a pelo en las aguas turquesas. A lo lejos, entretiene la silueta del archipiélago de Cabrera que sobresale en la balsa de aceite que es esos días el Mediterráneo. Allí también destaca una hermosísima playa, aunque esto es otra historia.