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"Al rico barquillo de canela para el nene y la nena; son coco y valen poco; son de menta y alimentan; de vainilla ¡qué maravilla! Y de limón, ¡qué ricos!, ¡qué ricos que son!". Esta cantinela ha acompañado a la familia Cañas desde hace cinco generaciones. Ellos son los últimos barquilleros de Madrid, los únicos que se dedican a fabricar de manera artesanal y a vender esa crujiente golosina elaborada con ingredientes sencillos y naturales.
Junto a San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma, las tradicionales verbenas que llenan de color el caluroso agosto madrileño, San Isidro es uno de los días más fuertes para ellos. Armados con su parpusa (la gorra oficial del traje de chulapo) y con sus viejas barquilleras (que llevan en su parte superior un juego de ruleta en el que ya nadie apuesta) llevarán sus productos a la Pradera de San Isidro, uno de los enclaves donde la fiesta se vive con mayor intensidad.
En el pequeño y encantador obrador del barrio de Lavapiés trabajan a destajo. "Hoy nos darán hasta las tantas", comenta Julián Cañas que, junto a su hijo, Julián junior son los motores de un negocio que, con mucho esfuerzo y mucha lucha consiguen sacar adelante. Tanto que, en estas semanas ha venido su hermano Jaime –pastelero de profesión– para echarles una mano.
A la derecha están las planchas, unas seis, todas ellas las originales, y por las que Julián reza para que no se estropeen porque "ya no las venden y, si se rompe alguna, es muy difícil repararla –comenta Julián–. Las fundiciones ponen muchas trabas y, si tienen que hacerla a partir de un molde nuevo, sale carísimo. No puedo pagarlo".
Julián recuerda aquellos años en los que ayudaba a su progenitor en el negocio. "Desde muy pequeños hemos aprendido el oficio. Al principio ayudábamos a mi padre a colocar los barquillos y a venderlos en la calle. Cuando crecías y veía que ya podías aprender, te vestía de blanco y te ponía con una plancha para que practicaras a la hora de echar la masa. Primero con una, después con otra y luego con otra a la vez". Incluso se acuerda de cómo su abuelo, Francisco, las tostaba sobre fuego de encina lo que las daba un sabor especial.
A pesar del tiempo transcurrido y de que ahora se cocinan con gas, siguen manteniendo la receta original: "Harina, azúcar, un poco de aceite, un chorrito de agua, esencia de canela o de vainilla y coco rallado para dar consistencia", enumera el barquillero. Aunque el sabor de la esencia cambia. "Hay veces que mi hijo me dice ‘hoy se ha levantado el día con sabor a limón’ y es esa sustancia la que utiliza. Como los hacemos a diario nos lo podemos permitir".
Y, en esto de los barquillos, además, hay toda una técnica que ellos controlan con los ojos cerrados. "Tienen que ser crujientes, no deben de quedar demasiado finos y que alcancen un color de oro viejo –comenta el maestro–. Tampoco se desea que tengan un sabor demasiado dulce y que, cuando se sujeten en la mano, no se rompan. No son como los de máquina que parecen de cartón…”.
De sus fuegos salen unas 60 o 70 obleas a la hora. Y ofrecen otras muchas variedades como el parisien que es el canuto de toda la vida o el cubanito, más pequeño y fino, ese con el que se decoran los helados. En todos ellos se usan los mismos ingredientes pero variando sus proporciones. Además de los formatos típicos, también fabrican cucuruchos y tulipas, casi siempre, por encargo. Es más, entre sus clientes están algunas refinadas pastelerías de la capital como 'Casa Mira' o el 'Horno de San Onofre'. Pero claro, son un obrador pequeño donde se trabaja manualmente y, eso, no se valora últimamente mucho. "Aquí es calidad porque cantidad, no se puede".
Estos artesanos barquilleros no solo se han limitado a lo tradicional porque, también han querido pasar a los anales de la gastronomía con su innovación propia bañando con chocolate algunas de las galletas y canutos. “A la gente mayor le gusta el tradicional y entre los jóvenes triunfa el de chocolate”. Para los más pequeños hacen versiones con chocolate blanco y virutas de colores de caramelo que son más trabajosos pero tienen un aspecto de lo más llamativo.
Si de algo se lamenta Julián es de que solo se acuerden de ellos cuando llegan las fiestas importantes de Madrid. "Otras Comunidades Autónomas potencian sus productos y los barquilleros que sobreviven en otras ciudades tienen permiso para vender donde quieran pero nosotros, no. Aquí llegará San Isidro e iremos a la Pradera pero seguro que nos pondrán alguna pega. –finaliza Julián–. El día que desaparezcamos será como si no hubiéramos existido nunca, ni se darán cuenta. Eso, a pesar de que muchos turistas saben que es un producto de aquí y no hacen más que pedirnos fotografías cuando estamos vendiendo con nuestras barquilleras y vestidos de chulapos".
Ya saben. Si vienen a Madrid y pasan por el número 25 de la calle Amparo, no se olviden de llevarse de recuerdo alguno de sus suculentos barquillos a un precio irresistible: la bolsa de cinco galletas con chocolate a 6 euros y a 4 euros, sin él.