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Tabarca es, fuera de los meses turísticos de verano, un lugar remoto y apacible, ese refugio donde llegar para huir de aquello que no se sabe bien qué es. Porque con la soledad la isla recupera también su distancia con el mundo, la de esa costa de hormigón que la mira de lejos como a un reducto virgen. En este extraño arrecife de dos kilómetros de largo y unos cuatrocientos metros en su parte más ancha, la playa y el puerto conforman un istmo. Y aquí también, en la Isla Plana, como se la conocía antes, habitan apenas sesenta almas reconciliadas con la vida sencilla.
Hoy el islote, frente a la costa de Alicante, conserva la muralla abierta por tres puertas, así como el torreón de San José, que en tiempos fue una prisión. Y muy cerca pervive el viejo faro, uno de los más bellos de la provincia, que en sus dos plantas cuadradas de estilo romántico alberga un laboratorio biológico. En este trozo de tierra cobriza batido por el viento, se viene a ver salir la luna llena, a contemplar cómo su brillo ilumina los islotes vecinos de La Naveta y la Nao.
Faro de Tabarca