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Son los troncos retorcidos, rugosos y agrietados los dueños de este lugar. Aquí el ser humano se siente pequeño y observado desde las alturas por gigantes de 200 y 300 años de edad. Robles (común y americano) que son abrigo para miles de pájaros, la banda sonora. Un oasis a media hora de Pamplona contra la locura de estos tiempos. Recorrer sus senderos, bajo una techumbre de hojas verdes, limpia la cabeza de pensamientos y deja los pulmones repletos de aire puro. Así es el bosque de Orgi.
Este paisaje se extiende al sur del valle de Ultzama y se trata de un robledal húmedo de llanura, un vestigio de los antiguos robledales que verdeaban en esta zona. Pasearlo es fácil, no hay desniveles ni caminos tortuosos. Tiene tres recorridos: el laberinto, una selva en miniatura; el camino, para percibir las edades del bosque; y la senda, la zona más encharcada. Los tres itinerarios cubren un total de 2.400 metros, están señalizados y pueden recorrerse a pie en una hora.
Nosotros caminamos por instinto guiándonos por la belleza que brota a cada paso. En un cartel explicativo aparecen algunas de las especies de aves que revolotean entre las ramas: herrerillos, petirrojos, estorninos, arrendajo común, alcaudón dorsirrojo… Son solo una parte de la fauna que condensa este bosque, porque también hay especies muy valoradas como la rana dalmatina –en peligro de extinción–, corzos, zorros, erizos y otros habitantes.
Los senderos son estrechos y hay multitud de bancos de madera e incluso troncos caídos que sirven de sostén, reposo y escondrijo para insectos o una lagartija, que con un movimiento eléctrico asoma la cabeza. Es un entorno de cuento nórdico, pero también muy frágil. Hay que protegerlo. Durante años el hombre taló y cercenó áreas forestales para su explotación, sobre todo para darle más espacio a la ganadería. Los robledales menguaron. El de Orgi es un reducto único en Europa por ser húmedo –gran parte del año vive entre charcos de agua– y se cuida como una pieza de museo.
Llegamos a un observatorio de aves donde uno se puede sentar para grabar con la mirada su propio documental de naturaleza. Hay un código ético puesto en la pared de madera con una nota informativa para los visitantes: el respeto al bienestar de los animales y a su ecosistema es prioritario. Algunas especies vienen de migración con el cansancio acumulado tras volar miles de kilómetros y son sensibles al ruido. Contemplamos en silencio, como en una sala de cine a oscuras.
El robledal de Orgi está en buenas manos. Desde hace dos años la Fundación Ultzama –que además creó la primera escuela slow food del mundo– se encarga de mantenerlo, atender al público y organizar visitas guiadas. "La fundación nació en 2013 para rescatar animales maltratados y hoy gestionamos cuatro espacios. Uno de ellos es la granja escuela. Tenemos unas 12.000 visitas anuales donde enseñamos la economía circular, crianza de animales, alimentación saludable, etcétera", relata Beatriz Otxotorena, gerente de la Granja Escuela Ultzama.
Su labor para sensibilizar a la gente del valor de lo rural es incansable y para ello también proponen eventos lúdicos como los conciertos en pleno bosque, sesiones de cuentacuentos, la práctica de yoga, cursos de fotografía en la naturaleza, shirin yoku (o los famosos baños de bosque) e incluso talleres como el de conexión ambiental para vincularse de un modo más estrecho con el entorno natural y de paso conectar con uno mismo. Lo agendamos para otra incursión.
Tras la caminata se puede ir en coche a Lizaso, un pueblito de poco más de 100 almas que aloja un restaurante que toma el nombre del famoso bosque: el restaurante 'Orgi' (Recomendado Guía Repsol). A los mandos está Mikel Odriozola, un chef de Zumaia experimentado –'ElBulli', 'Zuberoa' (3 Soles Guía Repsol) o 'Playa Club', entre otros, que en agosto cumplirá 15 años al frente de su local –que además es su casa, pues vive en el piso de arriba–.
El concepto de cocina, mejor lo explica él: "Pues tradicional, de temporada, con técnicas modernas y producto local, aunque sin cerrarme, el toque japonés está presente: la soja, lo crudo, etcétera", explica Mikel, que habla así porque pasó tres meses de prácticas en Japón con un compañero que conoció trajinando en los fogones del maestro Hilario Arbelaitz. ¿Algo más que añadir? "Sí, las setas".
"Ya me gustaba trabajar las setas, pero cuando se hizo el parque micológico en Ultzama se planteó hacer un menú degustación solo de setas y desde entonces lo mantenemos", señala el chef. El menú micológico vale 42 euros sin bebida. A lo largo de la temporada se usan algunas como la "xixa hori, hongos, trompetas negras, lengua de vaca, angula de monte, perretxicos, colmenillas. Son las más representativas", alega Odriozola. También tiene otro menú degustación por 28 euros –sin bebida– y la oferta de carta y de bar.
El restaurante se divide en dos plantas. Es un caserío tradicional que en el piso superior tiene capacidad para 25 personas –sin restricciones–. Fue la antigua morada de los veterinarios del valle. "Todo el ganado se pesaba aquí, se inspeccionaba y, de ahí, al matadero", revela Mikel. Hoy es un templo de la gastronomía rural al que se acercan comensales desde Pamplona y Guipúzcoa, y en verano desde Cataluña, Madrid… Y eso que abre solo en festividades, sus vísperas y los fines de semana.
Vienen a por platos como las setas con ajo negro y panceta euskal txerri o el imponente jarrete de ternera lechal "que se cuece al vacío 12 horas a 75 grados y lleva un fondo concentrado con el que luego bañamos la pieza para glasearla". Un monumento cárnico que además se acompaña del cremoso puré de patatas homenaje a 'Zuberoa'. Otra estrella es el gorrín confitado –que se tira ocho horas sin pasar de 80 grados y que, cuando un cliente lo pide, se le da un golpe final de fritura para que quede crujiente–.
Nosotros optamos por el menú micológico y resulta un festival de raciones generosas. Luego, el remate es el bosque de Orgi, una fantasía para los golosos. "Yo siempre he sido muy comilón y me gusta que la gente disfrute. Además, soy recolector de setas, cazador y pescador", remacha Mikel. Salimos del restaurante, al fondo se ve el bosque enmarcado en un cuadro bucólico, y regresamos a Pamplona con un solo pensamiento en la cabeza: volver cuanto antes.
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