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Envuelto en las montañas de la Sierra de Francia, Mogarraz es uno de esos pueblos interesantes de la España vacía por sus callejuelas estrechas y empedradas con olor a lumbre. Como muchas zonas rurales, las Batuecas sufrieron en los años 60 y 70 una emigración creciente que dejó prácticamente desarticulado el campo. Antes de esa marcha masiva, en el año 1967, Alejandro Martín Criado fotografió a la mayor parte de los mogarreños para que pudieran sacarse el DNI. Unas imágenes que después utilizó el artista Florencio Maíllo en su proyecto de Retrata2-388 que terminaría dando fama, incluso internacional, a su localidad de origen con la cara de sus vecinos. Merece la pena recorrer la localidad, visitar las tiendas de artesanía, probar el vino de alguna bodega y comer alguno de los productos locales en restaurantes como el famoso 'Mirasierra', donde la especialidad de la casa es el cabrito lechal. Para pasar la noche, el 'Hotel Spa Mogarraz' es una puerta abierta a la relajación más absoluta.
Al noroeste de León, la Maragatería es una comarca salpicada de pueblos bucólicos, humildes y místicos, con sus casas de piedra bien cuidadas, sus tejas tradicionales y sus campanarios de espadaña. Es un placer recorrer las calles de Rabanal del Camino, El Ganso, Foncebadón, Lucillo, Santiago Millás y Santa Colomba de Somoza con el silencio como única compañía. La integración de esta última villa en el Camino de Santiago ha ayudado a reconstruir las casas con cuidado, como morada de peregrinos y turistas que reponen sus fuerzas a base de cocidos maragatos. Para los que busquen alegrarse la vista, desde Castrillo a Santa Catalina se esconde "el Balcón de la Maragatería", donde se alcanza a ver al Teleno, las torres de Astorga y por encima, las crestas del Bierzo y los Picos de Europa al lado. Una pasada.
Dos partes aragonesas, dos catalanas y una valenciana. Se agita y surge un conjunto de 18 pueblos que tendrás que explicar dónde están cuando regreses a casa e irremediablemente se lo cuentes a todo el mundo. Una manera gráfica de entender por qué los algo más de 8.000 habitantes que pueblan esta comarca de cerca de 100 kilómetros cuadrados hablan un catalán que algunos prefieren llamar chapurriau, con el que se sienten como en casa tantos turistas de la vecina Cataluña, atraídos por la naturaleza y los pueblos medievales en los que jugar a adivinar estilos –renacentista, barroco, gótico o mudéjar–, y a los que el turismo masivo aún no ha hincado el diente. Y es que en esas colinas se alzan joyas poblaciones con menos habitantes que los que viven en la manzana de tu casa. En ellas, los vecinos tienen la suerte de pasar varias veces al día por una plaza mayor como la triangular de La Fresneda, visitar las casas palaciegas de Torre del Compte, recorrer la calle Mayor de Cretas con sus arcos y pasadizos o la plaza Mayor de Ráfales. Buenos planes para quienes busquen descubrir una comarca injustamente desconocida.
En el norte de Cáceres, una carretera rural conduce hasta uno de los brazos que se adentran en las aguas del embalse Gabriel y Galán. En esa topografía desigual, se yergue orgullosa la localidad amurallada de Granadilla. Sitiada por el pantano y la dehesa extremeña, alardea tras los muros de casas de colores y caminos rehabilitados como si en otro tiempo no hubiera sido abandonada y casi devorada por una maraña de zarzas. A la entrada de la villa, el castillo del siglo XV da la bienvenida a los visitantes recordándoles que hace falta mucho más que una expropiación forzosa o la amenaza de una inundación para echarlo abajo. Después de recibir su última embestida, el desalojo, a Granadilla le salvó la vida ser declarada Conjunto Histórico Artístico en 1980, momento en el que se apostó de nuevo por ella. Y cuatro años después llegaba su resurrección definitiva cuando pasó a formar parte del Programa de Reconstrucción de Pueblos Abandonados, del que solo forman parte, junto a Granadilla, otros dos municipios españoles: Bubal (Huesca) y Umbralejo (Guadalajara).
Calatañazor recibe al viajero erguido y altivo sobre una montaña de piedra, bien envuelto por su muralla en un abrazo pedregoso y apenas desgastado por el tiempo. Famoso por la batalla de Almanzor, para algunos ficticia para otros no, dicen que aquí el caudillo musulmán perdió su tambor. Derrotado allá por el año 1002, esta tierra pasó a ser de Castilla e inició una nueva etapa de esplendor medieval. Desde entonces, cada piedra comparte sus siglos de historia, su belleza antigua de pueblo encantado por leyendas que lo acompañan hasta el día de hoy. Esta localidad de 20 habitantes, que durante las vacaciones y festivos incrementa las visitas turísticas, presume de un castillo desde el que se divisa todo el valle. Las piedras bien sujetas de la torre y sus escaleras ponen a nuestros pies la vasta llanura del Valle de Sangre, que se alarga hacia delante, y las enormes rocas que componen el cerro a la izquierda, siempre salpicado por el vuelo lento de algunos buitres leonados.
Asentado sobre un lomo montañoso, San Martín del Castañar se articula en torno a una calle larga que termina en su parte más alta con una fortaleza que domina todo el territorio. El castillo de San Martín, denominado como "el de la biosfera", cuenta con un torreón histórico donde nuestra vista se pierde en la inmensidad del paisaje. Desde las alturas, en un plano cenital, observaremos la estructura del cementerio local que se encuentra dentro del recinto amurallado y su peculiar plaza de toros, la segunda más antigua de España. Numerosos castaños centenarios rodean este pueblo de apenas 200 habitantes como si fuera una muralla espinada que protege su patrimonio. El campo, que tanto cuidó al humano durante miles de años, necesita que lo cuidemos ahora. En pueblos como San Martín lo hacen a diario para que podamos saber lo que sigue siendo la frescura que tiene lo auténtico.
Casas con solera de siglos y otras de nueva construcción nos hacen ver que este pueblo, de unos 50 habitantes, se va poniendo al día gracias a los que vuelven a casa de la inevitable emigración y a jóvenes que buscan un hueco en este "oasis perdido", como lo definió el etnólogo portugués Jorge Dias cuando conoció este lugar donde "nueve meses del año son de invierno y tres de clima paradisíaco", según él. Cada vez llegan más viajeros a este enclave remoto atraídos por la desconexión y el descanso, en busca de la vida silenciosa y del sonido fresco de su río. Aquí no hay restaurantes donde saciarnos pero sí podremos satisfacer nuestro apetito en el único bar del pueblo, un local que comparte la asociación cultural de Rio de Onor con los curiosos que llegan al pueblo. Río arriba, en el paraje del mirador de Sao Joao, las rocas amarillas de la margen española del Duero se iluminan de amarillo contrastando con el agua del fondo y ofreciendo un paisaje único.
Con algunos de los rincones naturales más impactantes de la geografía extremeña, Las Hurdes es una comarca trazada por piedra y agua. De pueblos y pintorescas alquerías que, además de presentar nombres de lo más ingenioso (Cambroncino, Arrolobo, Casajurde…) exhiben una sencilla belleza rústica apoyada en su arquitectura típica: tejados de lajas de pizarra y paredes de mampostería seca. Pero también es una comarca agraciada de chorros frescos que van jalonando la sierra (ideales en el periodo estival para darse un chapuzón) y de meandros, el más característico rasgo de su paisaje, ese sinfín de vueltas y revueltas que conforman sus cinco ríos al abrigo de una vegetación espesa. Riomalo de Abajo, la primera población que recibe al viajero que llega desde el norte, atesora tal vez el más espectacular: el meandro del Melero que dibuja el trazo del río Alagón y que es visible en todo su esplendor desde el Mirador de la Antigua. Mucho le ha costado a este lugar sacudirse su leyenda negra, demostrar que nada queda de la tragedia del terruño hurdano, alcanzar el estado de normalidad que se respira hoy al visitarlo.
Dar un paseo por las calles de Trasmoz es como colarse en las páginas de una novela de brujería. Escobas en los balcones, muérdago en las ventanas, gatos negros que cruzan delante de tus pies y, lo más llamativo, placas en cada portal con el nombre de la bruja que habita cada casa. Así recibe al visitante esta pequeña aldea zaragozana donde apenas 40 vecinos resisten los duros inviernos bajo las faldas del Moncayo. Sus historias de brujas fueron la excusa que le sirvió a la Iglesia para excomulgar al pueblo entero en 1255 y a maldecirlo tres siglos después. Con este halo de misterio, el pueblo celebra cada mes de julio un popular encuentro en el que se elige a la Bruja del Año: La Feria de Brujería, Magia y Plantas Medicinales atrae cada año hasta esta pequeña localidad a miles de personas dispuestas a disfrutar de una intensa jornada de ocio. Los habitantes recrean la maldición y reproducen un mercado medieval con lociones y pociones hechas con hierbas, plantas curativas y alucinógenas que crecen en las montañas circundantes del Moncayo.
En Castrogonzalo, Antonio Feliz, más conocido como Parsec!, lleva años decorando fachadas de casas, enormes paredes de naves y hasta el inmenso frontón de su pueblo. En total más de 80 obras repartidas por todo el pueblo y sus alrededores. Los vecinos de Castrogonzalo están volcados con esta nueva dimensión de meca del arte urbano que ha alcanzado su pueblo y cuentan orgullosos dónde poder disfrutar de más. Hay hasta un mapa de los murales, editado por el propio artista en colaboración con el Ayuntamiento. Parsec! tiene plagadas, además de su pueblo, otras localidades de Castilla y León: Fuentes de Ropel, Barcial del Barco, Benavente, Morales del Rey o Santovenia del Esla, en la provincia de Zamora; San Cristóbal, en Segovia; Hornillos de Eresma, en Valladolid; y Reznos, en Soria.
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