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Villanueva de Gállego

Torres por doquier

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Las frías y profundas aguas del río Gállego atraviesan su pueblo homónimo como si no hubiera mañana. El todopoderoso Ebro le espera y debe darse prisa. Sin embargo, no puede evitar fijarse en ciertos detalles que dan luz a esta localidad maña próxima a los Pirineos y a escasos 13 kilómetros de la capital aragonesa. A ella y a su pequeña pedanía, el barrio de El Comercio, un espacio que surgió a raíz del incipiente crecimiento del sector industrial. La gran iglesia neoclásica del Salvador, construida en ladrillo es el primer edificio en llamar la atención del río. Pero hay más: una, dos, tres… y hasta cinco torres levantadas sobre lo que un día fueron calzadas romanas sorprenden a un afluente cuyo curso parece crecer por momentos. La primera de ellas la de Bayle, ubicada junto a su núcleo de población, pasando por la del Hospitalico, antaño denominada Gracián y sin edad definida. De repente, las aguas centran su mirada en otro torreón, el de San Miguel, cuyo esplendor se ha visto reducido por los polígonos industriales que hoy en día lo flanquean. Imponente, el Gállego sigue su curso y ahora clava sus húmedos ojos en la torre Guallart. Oculta, escondida entre la vegetación, fue habitada por los cistercienses y debe su nombre a su propietario. Solo le queda por ver una torre más. Su nombre es Lindar y debe su fama a que formó parte de las posesiones del conde de Aranda. Quizás por eso se hace de rogar hasta el final situándose en los límites de un pueblo que el río abandona apenado, sí; pero con la certeza de saber que no se trata de un adiós, sino de un hasta pronto.