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Como la blanca luna mora
En medio de un terreno casi desértico, muy árido, blanco como la luna, aparece un oasis: el cauce intermitente del río Chícamo permite que crezcan palmeras, pero también Abanilla, un nombre derivado de “la ciudad blanca” en árabe, porque así la nombraron desde su fundación, cuando toda esta zona era territorio musulmán. Y ese aire morisco aún es el que se respira entre sus callejuelas o al fresco de los patios de sus casas palaciegas.
Estamos en la plaza de la Purísima, con su lavadero público y la iglesia de San José a nuestra espalda. Pasamos junto a la casa Cabrera y su impresionante escudo familiar en la fachada. A partir de este punto, nos perdemos por las calles medievales del casco antiguo, retorcidas y empinadas hasta que, de pronto, ya con la lengua fuera, llegamos al Lugar Alto, coronado por la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Y, aunque es cierto que se puede llegar hasta aquí directamente a través de unas escaleras blancas, tiene bastante menos encanto. En cualquier caso, desde aquí arriba, como si fuéramos Aladdin observando su ciudad y el castillo del Sultán desde su guarida, podemos ver atardecer sobre las pedanías y sobre Abanilla, la ciudad blanca.